Pasión y vocación por la literatura


Yo tengo un Murrunguito…
– “¡Yo quiero ser célebre!”[1] – exclamó la niña con tal entusiasmo que interrumpió la siesta del padre. Emocionada, le enseñó el recorte de prensa que había hecho de una artista famosa de Caracas y su padre amoroso la escuchó con agrado, aunque el teatro no era la vida que soñaba para su primogénita.

El general Timoteo Carvajal – un hombre de gran sensibilidad artística y literaria[2]– ya había intuido el entusiasmo de su hija por la vida intelectual cuando, desde muy pequeña, la encontraba hurgando en la extensa biblioteca del abuelo materno. Una vez elaboró su propio teatro con papeles de colores y arregló todo un vestuario para los actores con los viejos trajes de encajes de las tías maternas. Sus hermanas Cristina y Carmen Rita, algunas niñas vecinas y la criada Carmelita, actuaban en las zarzuelas y operetas que había memorizado de tanto asistir a las matinés del Teatro Bolívar acompañada de “papá Ramón”, su consentidor tío materno, poeta y gran lector, que a hurtadillas la llevaba todos los domingos a presenciar los espectáculos artísticos que tanto la emocionaban.

A sus siete años de edad, y seducida por las candilejas, se le reveló por primera vez su curiosidad por la escritura, en aquella velada literaria celebrada en 1910 para conmemorar el centenario del 19 de Abril:

Esa noche no pude dormir, sacudida, estremecida por la fruición de mi espíritu. No podía olvidar los poemas que había oído, los tenía fijos en mi cerebro, los llevaba en mí misma, los sentía vibrar como una música interior (...) Al día siguiente comencé a hacer estrofas mínimas sobre todas las cosas que veía[3].

El general, a pesar de los reproches de su esposa Luisa Josefa Montes de Carvajal -quien le repetía angustiada que las mujeres se desacreditaban “si se ocupan de esas cosas”- observaba con interés estas manifestaciones espontáneas de su hija, como la vez que compuso su primera estrofa dedicada a su gato: “Yo tengo un Murrunguito/que busca en los rincones/que sale corriendito/y caza los ratones”[4].

Siempre estimuló su vocación literaria, pues consideraba que las mujeres debían tener los mismos derechos que la sociedad de entonces les concedía a los hombres, y que “no ceñirse a lo vocacional era restar fuerzas al progreso del mundo”[5]; por eso, no dudó en aconsejarle: 
– Cuando crezcas tienes que decidir tu vida. Y no vaciles, sigue tu vocación[6].

Aquellas palabras quedaron grabadas para siempre en el espíritu sensible y soñador de Mercedes Carvajal Montes, una mujer guayanesa que cimentó su vocación intelectual bajo el seudónimo de Lucila Palacios, con principios inquebrantables de honestidad y lealtad orientados al servicio de la patria; una mujer valiente y decidida a los ojos del dramaturgo venezolano Eduardo Casanova por haber afrontado la tarea de ser escritora y:

Haber perseverado en la novelística hasta convertirse, con sus doce títulos, en mucho más prolífica que todos sus antecesores y que casi todos sus sucesores, y con un nivel digno que coloca su nombre entre los de los buenos escritores de nuestro país[7].

Creadora de una literatura testimonial, en la cual plasmó las circunstancias de su vivir como activista política e intelectual:

Provinciana, recatada, criada en un medio severo, buscó la rebeldía de su imaginación para testimoniar los ambientes, hechos o personajes ya imaginativos o reales, las variantes de su identidad política y partidista; y reveló la lucha de la mujer enfrentada al medio de provincia o la censura de la sociedad localista [8].

Lucila Palacios, un nombre considerado por los críticos literarios como el más firme entre las mujeres escritoras que ha tenido Venezuela, después de Teresa de la Parra[9].

En mi juventud me tocó vivir, al final, una situación muy parecida a la de Teresa de la Parra. Como ella, tuve la oportunidad de cultivar mis inquietudes literarias. En mi casa, la biblioteca de mi abuelo, el insigne escritor y educador Ramón Isidro Montes, me sirvió de asiento, estímulo y facilitó mi educación y mi acercamiento al mundo de las letras. Cuestión nada fácil para una mujer en esa época[10].

Nací en un viaje accidental de mi madre…
La novelista, dramaturga, cuentista y ensayista nació en una época de profundos cambios sociales, políticos y económicos que marcaron el siglo 20 venezolano. De hecho, los avatares de la Revolución Libertadora (1901-1903) determinaron su llegada a este mundo en la isla de Trinidad y no en Ciudad Bolívar, donde la ascendencia familiar de ilustres escritores, poetas, políticos y militares había echado raíces desde los tiempos de la gesta emancipadora.

La insurrección del 15 de mayo de 1902, liderada por el primer banquero de Venezuela, Manuel Antonio Matos, y financiada por intereses extranjeros[11], arreciaba una guerra civil en el centro, occidente y oriente del país, con el objetivo de deponer al entonces presidente de la República, Cipriano Castro. A este movimiento se incorporó el capitán Ramón Cecilio Farreras, jefe de Instrucción del Batallón Cordero de Ciudad Bolívar, la noche del 23 de mayo de 1902, al enfrentarse a las tropas del presidente del Estado Bolívar, general Julio Sarría Hurtado, quien no dudó en pedir ayuda a su antiguo compañero de armas, el general Timoteo Carvajal, para que navegara hasta los Castillos de Guayana en busca de refuerzos. Un enfrentamiento que mantuvo en vilo a la apacible población bolivarense, como lo describe el cronista Américo Fernández:

El presidente del Estado Bolívar Julio Sarría Hurtado y el comandante del Batallón Cordero, general Ovidio Salas, resistieron con unos 200 hombres durante cinco días convirtiendo la ciudad en escenario de encarnizada lucha. Ya impotentes, el 27 de mayo decidieron con el resto de sus tropas abordar el vapor Masparro y retirarse a San Félix. Luego de varios días, reembarcaron en el vapor Miranda hacia Trinidad[12].

Estos acontecimientos dificultaron la normal navegación por el río Orinoco en momentos en que la esperanzada Luisa Josefina Montes de Carvajal regresaba, por vía marítima, de un viaje que había realizado a Caracas para consultar al médico sobre el buen desarrollo de su embarazo, obligándola a quedarse en Puerto España. En esta isla se reencontró con su esposo Timoteo Carvajal quien había llegado derrotado junto a los generales Sarría y Salas, luego de los sucesos que presagiaron los días difíciles por venir y que impedirían el retorno de la pareja a la sitiada Ciudad Bolívar, incluso, a pesar del triunfo obtenido por el presidente Castro en la batalla de La Victoria del 12 de octubre, y que el general Carvajal elogió en el siguiente telegrama[13]:

Puerto España, Octubre 20 de 1902
Sr. Gral. Cipriano Castro etc etc. etc.
Donde esté
Respetado General y amigo

El cable acaba de comunicar la noticia de la espléndida Batalla que Ud. Ha ganado en el Estado Aragua. Ese es el golpe de gracia dado a esa criminal revolución que asola nuestros campos, por ello lo felicito a Ud. Y a la Patria

Su leal amigo
Timoteo Carvajal

Una victoria que sembró esperanzas en los futuros padres que vieron nacer a su primogénita, diecinueve días después de este mensaje. Es así como, el sábado 8 de noviembre de 1902[14] se escuchó el llanto de la recién nacida Mercedes Carvajal Montes, en una casa de la calle Charlotte en Puerto España, y como dicen que “cuarenta días después del parto todo vuelve a la normalidad”, la niña llegó a su verdadera tierra al cumplirse los reglamentarios días del puerperio y cuando ya la Revolución Libertadora se hallaba en decadencia.

 “A pesar de la dolorosa situación hubo júbilo familiar al recibir a los que regresaban sanos y salvos”[15]. Aunque seguros estuvieron luego de la batalla sangrienta del 19 de julio de 1903 en Ciudad Bolívar, donde las tropas del ejército al mando del general Juan Vicente Gómez eliminaron para siempre los vestigios de la Revolución Libertadora. 

Para esta fecha, y mientras la ciudad retomaba su otrora esplendor como la “Atenas selvática marcada por la inmensa presencia del río”[16] reanudando el activo puerto fluvial con la exportación de “balatá, oro, sarrapia y los provenientes del tasajo, el cuero del ganado y artículos exóticos como las pieles de tigre y la quina, la vainilla, la copaiba y el copey, la ipecacuana y el caustico bolombago”[17] y reactivando las veladas culturales en el Teatro Bolívar; la niña de ocho meses de nacida crecía segura, al abrigo del amor de sus padres, en la antigua casona familiar de la calle Libertad que el abuelo materno Ramón Isidro Montes (1826-1889) había mandado a construir en 1850 y que sirvió como hogar e “internado frente a un paisaje espléndido, de acuerdo a sus tendencias líricas y con la vocación de maestro que aúna el saber con la belleza”[18].

Ser leales a su espíritu vocacional era un valor que alentaba en sus descendientes Ramón Isidro Montes quien, siendo teniente de ingenieros y licenciado en Ciencias Políticas, destacó por su vocación humanista. Ejerció como rector del Colegio Federal de Guayana durante toda la mitad del siglo 19, instituyó los cursos de Derecho y Medicina, la cátedra de Literatura y promovió una escuela primaria gratuita para obreros y artesanos. Además, fue senador por Guayana en las elecciones parlamentarias de 1866 e incursionó en la escritura con obras didácticas dirigidas a la Gramática y Aritmética, así como en la historia novelada: Boves, leyenda venezolana y Ensayos poéticos literarios.

Al decir de la escritora e investigadora académica Milagros Mata Gil, este intelectual guayanés fomentó siempre una actitud armónica, cultivando la ética y la estética como un binomio inseparable, líneas de pensamiento que sus hijos se encargaron de promover y divulgar[19]. Luisa Josefina, Nieves, Dolores, Clarisa y María fueron educadas en colegios de la Guayana Británica (hoy Guyana), por lo que dominaban varios idiomas; además pintaban e interpretaban a los clásicos en el piano junto a sus hermanos varones Ramón, poeta, y Félix, jurista y catedrático de la Universidad Central de Venezuela.

Bajo estas orientaciones la niña Mercedes aprendió música, pintura y hasta incursionó en la escultura, creando pequeñas figuras en cera que luego regalaba a sus amigas. Rodeada de libros alineados en sus anaqueles de madera y cristal, la imaginación infantil se avivó con los continuos relatos del padre sobre el Cid Campeador, Napoleón, Alejandro el Grande, Bolívar, Sucre y tantos otros personajes de la historia que la hacían soñar con princesas y hadas cada vez que se recostaba al pie de los naranjos, en la azotea de la casona y rodeada de claveles rojos, blancos y amarillos, para contemplar el cielo y las nubes de la ciudad que le brindó sus primeros saberes. “A medida que entraba en contacto con la vida, en mí se despertaba una curiosidad insaciable. Quería saberlo todo, ver, oír, comprender…”[20].

Ingresó en la escuela de Carolina Dalla Costa con quien también aprendió música, luego asistió al colegio de doña María de las Nieves Machado, una de las primeras mujeres venezolanas en obtener el grado de Normalista y quien impartió en sus alumnas un método “original y ambicioso” para la época:

No nos obligaba a aprender las lecciones de memoria. Señalaba en los textos el fragmento que debíamos estudiar. Y en el día indicado para la clase formaba un corro de alumnas, se situaba en el centro y cada una de nosotras exponía su criterio[21].

Esta innovadora forma de instrucción escolar y sus continuos paseos al aire libre, le permitieron apreciar la belleza de la naturaleza que se exhibía en demasía ante sus ojos: desde los riachuelos San Rafael y Los Caribes hasta los portentosos Orinoco, Bella Vista y La Candelaria. Pero también, esta necesidad de integrarse a la vida, la enfrentó a las ideas conservadoras de la época, a las desigualdades sociales y el desprecio hacia ciertas condiciones humanas que le causaban una gran inquietud en su espíritu sensible, y que, en el fondo de su corazón, sentía que era una injusticia todo aquello.

Cuando llegó el tiempo de planear una educación superior, el general Carvajal pensó en enviarla a Caracas donde el tío materno Félix Montes, para que cursara estudios en la Universidad Central. Sin embargo, la ilusión de formarse en Ciencias Políticas y Sociales quedó truncada por los designios de la política. En 1913, el tío es obligado a exiliarse en Curazao por atreverse a lanzar su candidatura en las elecciones presidenciales, siendo perseguido junto a toda su familia por el gobierno de Juan Vicente Gómez.

Ya el padre se había alejado de la política desde que en 1908 su amigo Cipriano Castro fuera desterrado por Gómez, decisión que le valió una persecución y represión oficial que fue mermando sus capacidades económicas. “No tengo temperamento de traidor”[22] había referido el general Timoteo Carvajal, para quien la lealtad y la amistad eran valores inestimables.

Para la ensayista y cronista Carmen Mannarino, este conjunto de eventos que enmarcaron el nacimiento y la infancia de la niña, presagiaron “una vida que iba a desenvolverse estrechamente relacionada con el tortuoso acontecer político del país, confrontando situaciones difíciles para su recia convicción democrática y con repercusión en la vida familiar”[23].

Más allá de la tristeza por los proyectos cesados, el interés por la vida literaria se acrecentaba aún más y, como siempre, la biblioteca del abuelo resultó su mayor consuelo: “Libros tras libros pasaban por mis manos. Leía de todo, lo bueno y lo malo”[24]. Además, las constantes fiebres, amigdalitis y afecciones respiratorias que disminuían su salud la obligaban a estar siempre en casa.

Así, se sumergió en las obras de Fernández de Moratín, Martínez de la Rosa, Hermosilla, Calderón de la Barca, la Biblia de Scio, el Quijote de la Mancha y biografías de personajes famosos. El día que estaba leyendo la vida de Lucrecia Borgia, a su madre casi le da un soponcio por considerar que iba a tomar ideas no propias para una niña; prejuicios que le recordaban el destino final de las mujeres de la época: el hogar, el matrimonio y la familia. Sin duda, bajo la mirada aprobatoria de un padre con ideas avanzadas -que insistía en la incorporación de la mujer en la evolución de Venezuela y el mundo-, la niña Mercedes vivió una infancia compleja, contradictoria, formadora de conciencia cívica, reflexiva y en todo caso:

Infancia rica en sensaciones, en emoción, en el examen de los sucesos reales e imaginarios, en la contemplación de todo lo que merodeaba con su hermosura y fealdad, contradictoria en muchos aspectos y al mismo tiempo tan decisiva para mi porvenir[25].

El amor me hacía sentir más viva…
A los 14 años conoció el amor y con él, la entrega absoluta a las nuevas emociones que la hacían sentir “más viva, más vibrante, con mayor sensibilidad poética”[26]. El forastero Carlos Arocha Rodríguez, oriundo de Villa de Cura, en los valles del estado Aragua, y diez años mayor, quedó prendado de la joven coqueta de frágil figura -1.58 de alto- y rostro dulce, de cabellos castaños, sonrisa sincera y unos ojos pardos soñadores que lo hipnotizaron.

Estos amores fueron la comidilla del grupo social debido a la diferencia de edad entre los novios, empero su padre no tuvo objeciones más allá del temor por un noviazgo que podría frustrar la futura vocación intelectual que tanto animó en su hija. Sin embargo, los afectos impulsaron aún más el interés de la joven por absorber todas las emociones que provocaban los crepúsculos violetas en el Orinoco, pero también los atardeceres y los días lluviosos que la hacían escribir “versos y versos en una explosión emocional, en un escape de lo que se estaba acumulando en mi espíritu[27]”.

Momentos felices que se vieron ensombrecidos por la muerte de su mayor confidente, el cómplice de su secreto celosamente guardado en la hermética gaveta que atesoraba sus composiciones, el padre amado y “el depositario de mis quejas, esperanzas y aspiraciones. Después de su muerte sentí, como nunca, la ausencia de su amistad”[28].

Con veinte años de edad y luego de seis años de compromiso, su ilusión de unirse en matrimonio se cumplió el 25 de agosto de 1923[29], bajo el influjo de una noche clara y estrellada que la colmó de ilusiones y esperanzas. Se casó por poder debido a la enfermedad de la abuela del contrayente que lo retuvo en Villa de Cura, reuniéndose un mes después para emprender una luna de miel campestre en las afueras de Ciudad Bolívar, y entre días de sol, verdor, aromas de pomalacas y aves revoloteando, la nueva señora Mercedes Carvajal de Arocha escribió el soneto “Poema nupcial”. Los días bucólicos dieron paso a la soledad íntima cuando el esposo reanudó su trabajo como agente viajero de casas comerciales, un vacío que logró “mitigar con versos, versos y más versos”[30].

En estas ausencias, sus meditaciones se debatían entre las dos corrientes que habían marcado su educación y vocación literaria: los conceptos pesimistas de su madre frente a la actitud alentadora de su padre; sin pensar que, años más tarde, esos temores por la pasión arrolladora que impulsaba su creación poética -en choque permanente con sus obligaciones hogareñas- quedarían superados por el respaldo de un esposo que, sin ningún tipo de escrúpulos, se mostró entusiasmado con su futuro como escritora.

Arocha, como prefirió llamar siempre a su esposo, fue el primer admirador de su obra literaria. Al respecto, Mannarino concuerda en que Mercedes Carvajal contó con la suerte de hallar al compañero ideal que la ayudó a definir y fortalecer las decisiones de acuerdo a su vocación, conveniencia y con el mayor desinterés, siendo su “insustituible primer lector (…) un gran compañero, a quien debo parte de lo que soy, porque supo comprender y estimular mis actividades literarias y políticas”[31].  Con Arocha, la escritora formó un hogar basado en el amor y el respeto, al lado de sus hijos Josefina (1928), Carmen Luisa (1930), León (1932) y Eduardo (1936).

Me he dedicado con pasión a la literatura…
Fue en 1931. Mercedes quería conocer los Llanos venezolanos y complacida quedó cuando, al regreso de un viaje a Caracas, su esposo decidió pernoctar varios días en Tucupido, pintoresco pueblo del estado Guárico.

Los viajes con su esposo siempre fueron enriquecedores para su imaginación en permanente ebullición: el paisaje, la gente y las costumbres. Cualquier detalle era observado con pasión, recreando personajes, situaciones y sentimientos que la tentaban a escribir, y Tucupido no fue la excepción. Mientras su esposo salía a trabajar, Mercedes pasaba los días sola en el “Tamanaco”, un viejo caserón de dos pisos que alternaba sus oficios de hotel con el de bodega. “Hasta mi alcoba subía el rumor de las voces de los clientes, la charla de los moradores del pueblo”[32]…y fue tan variopinto lo que escuchó que empezó a idear su “Cuento criollo”, con el que inició su carrera literaria.

En la plaza del pueblo todo era algarabía:

Me rodeaban todos los personajes de mi cuento (…) A medida que yo leía iba despertando el interés de los asistentes y hubo una insinuación a publicarlo. Me sentí desconcertada. Aquella propuesta interrumpía mis planes de permanecer en el anonimato[33].

De nuevo le asaltan las dudas, los prejuicios, las preguntas: “Sentí miedo, esta vez. Me invadió esa profunda timidez con la cual he luchado en el curso de los años (…) ¿qué dirían de mí en la Guayana donde sólo me conocían como mujer de hogar? ”[34]. Pero, su esposo se encargó de disipar la incertidumbre reiterándole su incondicional apoyo, y entonces se habló de publicar con seudónimo. Se encontraban en Zaraza, ya de regreso a Ciudad Bolívar, cuando un grupo de educadores le plantean publicar el cuento en el semanario Unare, sugiriendo nombres y apellidos para su firma.

Cuando llegamos a “Lucila” pensé en Gabriela Mistral[35] que había borrado su propio nombre luminoso para adoptar el que la hizo célebre en el mundo entero (…)Sobre el apellido se cernía el espíritu del Libertador (…) En homenaje a su madre, a doña Concepción, di mi asentimiento y firmé el cuento como Lucila Palacios[36].

Con este entusiasmo llegó a su “ciudad de piedra” donde conoció al poeta larense Coromoto Arnao Hernández, quien se mostró interesado en sus escritos y ofreció enviarlos a Billiken y Élite en Caracas, revistas que acogieron con frases elogiosas sus relatos “Tú no sabes vivir” y “Flaquezas que son fuerzas”. En el diario El Luchador de Ciudad Bolívar se publicaron algunos de sus poemas así como en otros periódicos de los estados Zulia y Lara, incluso en el exterior comenzó a tener acogida en las revistas argentinas Mar del Plata y América. Su decidida determinación a cultivar la novela se concretó luego de los consejos del escritor Ángel Dollero –autor de un libro sobre cultura venezolana-, quien creyó ver en la prosa de Lucila Palacios una vitalidad mayor para este género narrativo.

Y me incliné hacia la literatura social sin perder del todo la vena lírica. La novela me ofrecía un vasto campo para las dos cosas. Y así inicié, a guisa de ensayo en el género, mi novela Los Buzos[37].

Sin embargo, la creación de su primera novela estuvo signada por días aciagos que pusieron a prueba su templanza moral ante las adversidades y, siendo fiel a las palabras sabias de su padre, procuró “no perder nunca la serenidad. En las situaciones difíciles hay que tener sangre fría”[38]. Y esa fue la actitud que asumió cuando se enteró del encarcelamiento repentino de su esposo en San Juan de los Morros, debido a una supuesta participación en un complot contra el régimen de Juan Vicente Gómez (1908-1935).

Durante este tiempo, la naciente escritora se vio reducida a la miseria. Las casas comerciales, para los cuales trabajaba Arocha, cancelaron las obligaciones económicas pendientes, y con el último sueldo comenzó el viacrucis económico y moral: “Fui de sitio en sitio en busca de trabajo. Algunos me recibían bien, me hacían promesas que se quedaban sin cumplir. Los opositores al general Gómez teníamos que vivir como los apestados”[39].

Pero, así como conoció la desgracia supo de la solidaridad humana y del espíritu de compañerismo que caracteriza la esencia del bolivarense. Su amiga Delia Alcalá le consiguió un trabajo de secretaria; otras conocidas deslizaban por la puerta de la casa sobres con dinero; la directora del Colegio Santa Teresa de Jesús permitió que las niñas recibieran educación gratuita hasta el regreso del padre; la fiel Carmen siguió ayudando en la crianza de los niños sin recibir sueldo alguno y así, tanta bondad recibida que cuando Arocha salió en libertad, la escritora le hizo saber que “todo no era crueldad en el mundo”[40].

De esta fecha data su incursión en la política y su actuación como líder de los movimientos cívicos que suceden en Guayana a la muerte de Gómez -el 17 de diciembre de 1935-, instando a la inmediata implantación de un régimen democrático en el país. Al año siguiente (1936) fundó en Caracas la Junta Patriótica Femenina con el objetivo de luchar por los derechos políticos de la mujer: “Sin duda que en nosotras, las mujeres de Venezuela, ha habido siempre un espíritu batallador. Puede haberse adormecido a causa de los prejuicios y de las tareas absorbentes del hogar, pero reaparece en el momento preciso”[41].

Comenta la académica Mata Gil que todos estos elementos, tan alejados de lo que había sido su mundo y provocando quizás cambios profundos en su cosmovisión, se van sedimentando y luego paulatinamente se verán expresados en su aporte tanto literario como ético: “Una parte de su ser se asume como luchadora social y como líder que aspiraba a la transformación política. La otra parte fluye hacia la escritura en una especie de esquizofrenia cultural”[42].

Su primera novela Los buzos, publicada en 1937, fue reflejo de esa rebeldía interior que la motivó, como afirma Mannarino -al igual que su siguiente novela Rebeldía (1940)- a despertar la conciencia en la mujer sobre su propio valor y el derecho a la independencia de ideas. También fue un intento por hacer “sentir su protesta contra la injusticia, la arbitrariedad, la traición, el atropello a los derechos humanos durante la cruel dictadura”[43], describiendo los criterios y las costumbres que imperaron en la Venezuela gomecista.

Esta obra ganó en 1938 la Mención Honorífica en el Concurso Permanente de Libros Americanos en Matanzas, Cuba; y las ganancias obtenidas por la venta de los libros fueron destinadas a la Asociación Nacional de Desempleados:  “Me sentía contenta de que mi primera obra contribuyera a beneficiar a un grupo de mis compatriotas”[44].

A partir de esta fecha, y residenciada ya en Caracas, la obra de Lucila Palacios despuntó fecunda y planteando, como afirma el poeta y crítico literario Juan Liscano, temas sociales, psicológicos, políticos, telúricos que caracterizaron a la escritora “de impulso reformista y sensibilidad política”[45], un sello que plasmó en los distintos géneros literarios en los cuales incursionó.

A lo largo de la década de los cuarenta estrenó una serie de obras teatrales de contenido infantil y poético. En 1941 exhibió, con un inesperado éxito en el Teatro Municipal de Caracas, “Orquídeas azules”, obra ambientada en las míticas leyendas de Guayana y considerada por la crítica como la primera obra lírica nacional, al conjugar la literatura, el canto, la danza y otros valores artísticos. En 1943 presentó, entre otros textos teatrales dirigidos a los niños: “La gran serpiente” basada en elementos de la naturaleza y personajes indígenas en un lírico mensaje conservacionista; “Cuento de las riberas del Yuruari” inspirada en el origen mítico del nombre de la población de El Callao; “Juan se durmió en la torre”, pieza que ganó el Premio Municipal del Teatro Infantil; y en 1965 “Una estrella en el río”, con música de Telmo Almada y alegórica a las leyendas del oro en la Guayana de ríos y aves. Sin duda, “el paisaje y el trato con la gente contribuyeron a formar en mí un criterio literario que tenía como referencia a Guayana y a los guayaneses”[46].

Ese mismo año de 1941 salió a la luz pública Trozos de vida, su primer libro de cuentos y relatos “costumbristas, rurales y citadinos con situaciones dramáticas reveladas por los distintos personajes, representantes todos de los más bajos estratos sociales, a los que siempre la autora buscó valorizar como seres humanos exponiendo sus dramas y comportamientos”[47]. Le siguieron Mundo en miniatura (1955), Ayer violento (1965), Cinco cuentos del Sur (1972) y Cristal de aumento (1982).

Su tercera novela Tres palabras y una mujer (1944), causó todo un revuelo por la audacia de la escritora al abordar lo que consideró “la tragedia biológica y sentimental de la mujer que domeña sus propias inclinaciones y renuncia a sí misma para someterse al cumplimiento de las obligaciones que le imponen la sociedad, las costumbres y la familia[48]”. Una osadía que, a juicio del crítico Roberto Lovera De Sola, “conmovió el ambiente pacato” de la Venezuela de los años cuarenta y llegó incluso a ser acusada, por el crítico sacerdote Pedro Pablo Barnola, de poseer un “feminismo desquiciado”. Esta polémica novela fue galardonada con el Premio Literario de la Asociación Cultural Interamericana de Caracas, y con ella se acreditó a Lucila Palacios como “la sucesora de Teresa de la Parra”[49].

En este tiempo, su labor creativa no disminuyó a pesar de sus actividades políticas y reivindicativas de los derechos femeninos, de tal manera que en 1946, y con más de cinco mil votos por encima del más cercano contendor, salió victoriosa en las elecciones de los representantes del estado Bolívar ante la Asamblea Nacional Constituyente. Un triunfo que asumió Lucila Palacios desde la más profunda amargura y dolor, al ver fallecer a su primogénita Josefina ese mismo año a causa de un cáncer: “Mi llanto iba hacia adentro y se empezó a cuajar como las piedras”[50].

Luego en las elecciones de 1947 salió electa como senadora de la República para un lapso de cinco años, el cual se vio interrumpido al cabo de nueve meses por el golpe de Estado contra el recién electo presidente Rómulo Gallegos. Esta repentina situación, como lo explica Mannarino, “implicó el descenso de Lucila de ciudadana con inmunidad parlamentaria a perseguida política, de senadora electa por cinco años a desempleada”[51], aunque desde esta posición militó en las actividades de resistencia civil y gracias a su constancia con la creación literaria ganó en 1949 el Premio “Arístides Rojas” con su novela El corcel de las crines albas, siendo laureada por Liscano como la más sobresaliente de sus obras y elogiada por Orlando Araujo como la mejor novela de ambiente marino y de pescadores. “Fueron días de embriaguez espiritual (…) Sensación gratísima, singular, única…Todo era risueño ante mi espíritu reconfortado momentáneamente (…)”[52].

 Y apenas fue un instante efímero de felicidad. La muerte del último de sus hijos, Eduardo, llegó en 1950 de forma repentina, a pesar de los cuidados especiales que tuvo por haber nacido con un soplo cardíaco congénito. “Creí que el mundo se derrumbaba a mis pies, pero tenía dos hijos más. Había que sobreponerse y vivir para ellos”[53].

Decidió viajar a Guayana para impregnarse de los sonidos de la selva y sorprenderse con los millares de ruidos misteriosos, de su soledad poblada, de sus vías convertidas en lodazales, tierra molida y roja, hasta llegar a la población minera de El Callao donde pudo confirmar el trato inhumano que recibía la mujer en “aquella selva donde las fieras refugiaban su instinto salvaje, y los hombres en la búsqueda del metal precioso adquirían, a veces, las características de las fieras”[54]. Así nació Cubil en 1951, imagen inclemente de la violencia primitiva y el trato inhumano hacia la mujer. Le siguieron El día de Caín, novela que publicó en marzo de 1958, a dos meses del derrocamiento de la dictadura y con la cual obtuvo el accésit al Premio Nacional de Literatura en 1959.

Preparé mi novela mientras Venezuela sufría el calvario del horror y de la amargura. Pero yo sabía que algún día el pueblo venezolano triunfaría. Escribí, pues, mi novela, precisamente para dejar un documento que a través del substratum literario exaltase lo que ha sido la resistencia colectiva que es el tema, el motivo[55].

Su trabajo literario se consolidó a finales de los años cincuenta cuando publicó Tiempo de Siega (1960), una novela hito para Mata Gil porque se apartó de su producción anterior, “pero no tajantemente, sino que afina los instrumentos narrativos y busca la cualidad específica de la expresión escrita” [56]. Una nueva exploración que, al decir de Becco, se identificó con los cambios de la sociedad contemporánea y sus planteamientos dentro del país, retratados en la obra Signos en el tiempo (1969), reflejo de una época, semblanza de muchas ciudades en una sola, donde la realidad sacude la vida superficial por el terrorismo y la delincuencia juvenil. Cambios de personajes, tramas y actitudes le dan una renovación aplicable en otros títulos como La piedra en el vacío (1970), Reducto de soledad (escrita en 1975) y Látigo (1983)[57].

Durante el lapso pos dictatorial (1959-1969) la escritora ejerció como Embajadora de Venezuela en Uruguay, tiempo en el cual fue honrada como miembro correspondiente de la Academia Nacional de Letras en Montevideo y, en 1966, elegida individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, siendo la primera mujer en ocupar esta posición a la cual se incorpora el 21 de octubre de 1981[58]. En ese mismo año fue declarada Hija Ilustre de Ciudad Bolívar, una distinción que aceptó desde su carácter humilde como “un vástago de la ciudad cuyo solo mérito consiste en haber trabajado por la realización de un ideal, pues siempre tuvo en su respaldo el ejemplo de uno de sus ascendientes, la cátedra de Ramón Isidro Montes”[59].

Ideales que aún a sus 87 años de edad se mantenían activos, con una prosa en permanente creación que vibra, respira, siente, mientras escribe. Así la encontró el crítico literario Luis Sutherland en 1989, regocijada por la edición ese año de la que sería su última novela ¡No!, publicada por la Academia de la Lengua. A Sutherland le impresionó su lucidez, su espíritu de bondad y su discernimiento sobre los distintos problemas de la escritura y de la conciencia del hombre contemporáneo.

Para poder escribir es necesario que afloren las ideas observadas y naturalmente eso, es la inspiración…Hubo una época en que la narrativa giraba generalmente alrededor del campo. Ahora se escribe sobre diversos temas...La literatura de la Venezuela actual es tan desconcertante como la época que vivimos, el mundo que vivimos. Podemos decir que se ha dado más importancia a las cosas materiales que a las humanidades[60].

¡Tanta lucha para esto!
En 1994, poco antes de morir, Lucila Palacios a sus 92 años sufría en silencio por la situación que vivía Venezuela, país al que le entregó sus ideales de libertad y justicia social. Sus hijos le escucharon decir muchas veces “¡Tanta lucha para esto!”. Una exclamación salida desde lo más profundo de su conciencia cívica, luchadora y quizás, aún rebelde, que Mannarino la explica así:

Como no pertenecía al tipo de personas que prefieren cerrar los ojos ante las crudas realidades e ignorarlas en beneficio propio, ella observaba sin falsos lentes la crisis de la democracia, evidente en las maniobras de los menos competentes para llegar al poder, la creciente corrupción sin denuncia ni castigo, la indiferencia ante el padecimiento de las mayorías, la poca eficacia de los servicios públicos, el abandono de la infancia y la juventud, el deterioro de la educación, todas las inconsecuencias de la democracia con los venezolanos[61].

Situaciones que -tal vez- fueron lacerando su espíritu valeroso, el mismo que en casi un siglo “aceptó los retos de su tiempo y su circunstancia” como lo defiende Mata Gil:

Creó una obra literaria con la suficiente densidad y oficio como para que dicha obra no pueda ser soslayada. Desmintió a los agoreros y maledicentes. Fue avanzada en la defensa de los derechos de las mujeres y en el planteamiento de una democracia. En verdad no fue amargo su tiempo de siega. Seguramente ella trascenderá el momentáneo olvido, el momentáneo silencio que a veces se cernió sobre sus realizaciones[62].

Lo cierto es que Lucila Palacios nunca titubeó. La literata guayanesa que extendió su hacer creador, honesto y leal a sus principios, más allá de los límites de su amada región, murió a los 91 años en la aurora del miércoles 31 de agosto de 1994[63]. Sin duda, el espíritu de la ciudadana, política y diplomática que siempre soñó con una Venezuela sin discriminaciones, próspera y eminentemente democrática, voló a la azotea de piedra en la casa de sus afectos, se tendió al pie de los naranjos y miró el cielo infinito de Ciudad Bolívar, confiada de haber cumplido con su deber:

“Nací con vocación de servicio, con vocación literaria y sensibilidad humana, y los he puesto a la orden de mi país”[64].


Notas


[1] Lucila Palacios (1985), p. 13.
[2] Milagros Mata Gil (1997), p. 61.
[3] Lucila Palacios (1985), p. 14.
[4] Carmen Mannarino (2007), p. 17.
[5] Lucila Palacios (1985), p. 14.
[6] Ídem.
[7] Eduardo Casanova (2011), en línea.
[8] Becco en Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina, Tomo III (O-Z), pp. 3581-3583
[9] Pedro Díaz Seijas (1986), p. 272.
[10] Lucila Palacios en Luis Sutherland (1989), pp. 10-11.
[11]  En efecto, Matos “logra un cuantioso aporte financiero y el préstamo de un barco, por parte de la ‘New York and Bermúdez Company’ que explota el lago de asfalto Guanoco en el oriente de país, otro aporte semejante logra del gran banco alemán ‘Disconto’ que financia las obras del ferrocarril alemán (Caracas-Puerto Cabello); la ‘Orinoco’ compañía norteamericana que monopoliza la navegación fluvial y costanera y el Cable Francés que representa el capital francés y maneja el cable submarino, aportan además de recursos la utilización exclusiva de sus servicios para los ejércitos y las necesidades de comunicación del movimiento revolucionario”. Ramón J. Velásquez en Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, N° 161-162, Enero-Diciembre 2003 p. 10.
[12] Américo Fernández (2000), p. 25.
[13] Documento N°3 en Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, Ob. Cit., p. 450.
[14] Cédula de Identidad N° 60 581 expedida el 10 de junio de 1964.
[15] Lucila Palacios (1985), p.7.
[16] Milagros Mata Gil, Ob. Cit., p. 59.
[17] Ibídem, p. 43.
[18] Lucila Palacios (1985), p.8.
[19] Milagros Mata Gil, Ob. Cit., p. 60.
[20] Lucila Palacios (1985), p. 11.
[21] Ibídem, pp. 22-23.
[22] Ídem.
[23] Carmen Mannarino, Ob. Cit. p. 10.
[24] Lucila Palacios (1985), p.23
[25] Ibídem, p. 37.
[26] Ibídem, p. 42.
[27] Ídem.
[28] Ibídem, p. 48.
[29] Certificado de matrimonio emitido por el Registro Principal del estado Bolívar N° 42, folio 59 al 62.
[30] Lucila Palacios (1985), p. 55.
[31] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 36.
[32] Lucila Palacios (1985), p. 64.
[33] Ibídem, p.65.
[34] Ibídem, p. 66.
[35] El nombre de la escritora chilena es Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga.
[36] Lucila Palacios (1985), p. 67.
[37] Ibídem, p. 69.
[38] Ibídem, p. 29.
[39] Ibídem, p. 82.
[40] Ibídem, p. 87.
[41] Ibídem, p. 110.
[42] Milagros Mata Gil, Ob. Cit., p. 64.
[43] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 51.
[44] Lucila Palacios (1985), p. 114.
[45] Juan Liscano (1995), p. 365.
[46] Lucila Palacios en Sutherland, Ob. Cit., pp. 10-11
[47] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 52.
[48] Lucila Palacios citada en Ibídem, p. 57.
[49] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 59.
[50] Lucila Palacios (1985), p. 149.
[51] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 68.
[52] Lucila Palacios (1987), p. 33.
[53] Ibídem, p. 35.
[54] Ibídem, p. 43.
[55]Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 84.
[56] Milagros Mata Gil, Ob. Cit., p. 66.
[57] Becco en Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina (1995), pp. 3581-3583.
[58] Diccionario de Historia de Venezuela (1998).
[59] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 19.
[60] Luis Sutherland (1989), pp. 10-11.
[61] Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 115.
[62] Milagros Mata Gil, Ob. Cit., p. 79.
[63] Acta de Defunción N° 66.234.
[64] Palabras de Lucila Palacios en agradecimiento al homenaje que le hiciera la Cámara del Senado en octubre de 1988, citadas en Carmen Mannarino, Ob. Cit., p. 112.